C O N S E J O S CON S A B O R

El arte de hacer las cosas bien

El nuevo Pujol

Enrique Olvera no para. Nunca está quieto. Cada año promete un descanso, pero le resulta imposible rechazar los proyectos innovadores que se le presentan. Hoy, su restaurante Pujol, en la Ciudad de México, es merecedor del puesto 20 en la lista 50 Best Restaurants of the World. “Sin duda alguna, tengo el mejor equipo de México y uno de los mejores del mundo. Son personas comprometidas que han hecho suyos proyectos y valores. Existen pocos restaurantes que pueden decir que son congruentes y que lo demuestran en el plato.

Todo es producto de un concepto. Todo está bien hecho. La aspiración es hacer todo impecable”, comenta Enrique. La calle Tennyson, en la Ciudad de México, fue testigo de cómo empezó el proyecto. Con la importancia de los materiales siempre en mente, tanto en la cocina como en la decoración y en la arquitectura, el equipo conformado por Olvera, Javier Sánchez, Micaela de Bernardi y Emiliano Godoy, encontraron un lenguaje común: “Es el resumen de lo que hemos aprendido en 17 años. Pujol empezó con pocas aspiraciones, tanto mediáticas como de reconocimiento; luego tomó solemnidad porque nunca lo concebimos como un restaurante. Quisimos espacios como los de una casa propia: patios centrales, jardines y una terraza. Es un inmueble que solo puede estar en México”, dice Enrique.

La cocina presenta un planteamiento distinto del de los platillos franceses. Tiene una mesa central donde todos trabajan alrededor, sin hornillas ni sartenes. Todo se cocina sobre la leña. En el salón principal, las mesas más espaciosas son para ocho personas; el comedor privado sienta hasta 14 invitados y sirve la comida en platones grandes para compartir. En el salón y las mesas de la periferia se ofrece un menú de cinco tiempos, con elecciones. El mole madre y las botanas llegan para todos. El concepto se centra en detalles como la ventana baja,para ver el jardín al estar sentado. El patio interior, donde hay un olivo, baña el espacio con luz suave y confortable, mientras la textura de las mesas de madera, el piso de granito en tonos grises y el soporte para bicicletas que reemplaza al valet parking brindan un carácter íntimo. Al fondo se divisa la cocina abierta y mesas enmarcadas por un pirul nativo.

En la barra omakase –tradición japonesa donde la selección del menú se deja por completo en las manos del chef–, Bonfilio Paez dispone experiencias inolvidables: primero llega una margarita de tamarindo fermentado con mezcal Koch, procedente de Oaxaca, mientras la música brasileña orquesta un ambiente desenfadado. Luego es momento de la infladita con caviar y el famoso elote con mayonesa de hormiga chicatana, acompañados de café y chile. Dos bocados muy equilibrados.

La salsa cambia de manera constante. Ahora se presenta verde para acompañar la tlayuda con frijoles negros, queso oaxaca, aguacate criollo y hierbas del huerto, ahora entre canciones caribeñas, mientras una tostada de callo espinudo de Ensenada, cebolla morada, cilantro, mayonesa de chile de agua con limón y salsa habanero en ceniza se abre paso entre los comensales.

Luego viene el sake helado en cerámica tradicional hecha por Noe Suro, diseñador de Jalisco –los platos son de Puebla, fabricados por la familia Uriarte, desde hace 300 años–. La salsa vuelve a mutar, esta vez por martajada de jitomate riñón con chile serrano, cuando aparece el taco de hoja santa con lubina cruda, chicharrón, frijol de Yucatán, berros y trébol.

“Para qué quiero tus besos si tus labios no me quieren ya besar”, dice la canción que se escucha en el fondo. Le sigue el taco de panza de cerdo confitada, rábanos, hojas de mostaza y zanahoria, en tortilla de maíz azul; lo sirven con salsa huacachile, originaria de Oaxaca, a base de guajillo, chile de árbol y jitomate. Para el taco de barbacoa, la sugerencia es un vino de Viñas de Garza, grenache tempranillo: marida muy bien con el cordero, puré de aguacate, flor de calabaza y salsa de pulque con chile meco. Tras la barra, el retrato del abuelo de Enrique reposa junto a dos jarras de barro de Teotihuacán. La construcción de sabores sutiles y a la vez potentes se desenvuelve con el taco de carne wagyu, del Rancho 17 de Sonora, servido con  y guacamole. Ahora viene el mole madre, único plato que llega con cuchillo y tenedor. Con 1 245 días de recalentado, tiene asiento de res en tortilla y hojasanta. La cerveza Madrina Coco Stout le va excelente.

El final se acerca. Hay que limpiar el paladar con un sorbete de pulque con guayaba, antes de entregarse al chocolate oaxaqueño en agua, con piel de naranja y piloncillo, que se acompaña con postre de chocolate, puré de guayaba y mango ataulfo de temporada. Para terminar, la terraza se presta como un sitio ideal para reposar en compañía de un churro con canela y azúcar mascabado, y un café de olla. Cada bocado es una prueba de lo que Enrique y su equipo han aprendido durante 17 años.

Además del Pujol, Enrique Olvera también creó el restaurante Cosme, en la ciudad de Nueva York, con un menú totalmente mexicano que también lo hizo alcanzar el puesto número 40 en la lista 50 Best Restaurants of the World.

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