Eduardo García cocina con el alma. Es obsesivo y cuida con pasión lo que ha construido. Respeta la calidad del producto ante todo. La tierra le huele a su infancia. Se crió en un rancho en Guanajuato y aprendió de su padre a trabajar piscando fruta en Estados Unidos. A sus 14 años, empezó en la cocina. Su don natural y deseos de superación dieron grandes frutos. Tiene tres restaurantes en la Ciudad de México: MáximoBistro, Havre 77 y Lalo!
En esta ocasión, lo acompañamos a las chinampas de Xochimilco para cosechar los ingredientes con los que elaborará el menú del día.
Todavía no amanece y estamos frente al embarcadero de Comalco. Nos espera una trajinera que nos llevará a las chinampas de Yolcan. Lalo se apoya en la proa de la trajinera y respira profundamente. Su expresión es plácida y pensativa. “Lo que más me alegra al llegar a Xochimilco, es darme cuenta de que todavía estamos en la Ciudad de México. Es increíble que puedas salir del centro de una de las ciudades más grandes, más caóticas y más contaminadas del mundo, a un lugar así de precioso. Es un privilegio”.
Atravesamos los canales cortando la bruma, hacia la zona donde se encuentra Yolcan, que abarca 800 hectáreas de las 2,200 del total. Xochimilco es una reserva federal desde 1987 y está protegida por la Unesco. Nos bajamos a la chinampa y Lalo, a paso rápido y energético, empieza a cosechar. “La col rabi ya está muy grande para trasplantar. Las hojas son deliciosas salteadas con ajo. Nos las llevamos. Hay harto brócoli ¡Vamonos! Calculo lo que me llevo para los restaurantes y siempre pongo de más para que les funcione. Imagínate que el 90% de todo lo verde que hay aquí se come. Las papas las compro en Chiapas. Tenemos tres tipos de papas endémicas. Se las damos a Yolcan y ellos las siembran en Hidalgo. Este año hemos producido como 500 kilos. Probablemente había estas papas en México desde hace años”, apunta. Pasamos por una carpa donde reposan los semilleros hechos con lodo del canal. Marcan con el dedo un huequito para reposar la semilla, un sistema azteca de miles de años. “El buen problema que tiene Yolcan es que, como no utilizan químicos, todo crece de diferentes tamaños. Ahora, lo que se quiere es que la comida sepa, no que se vea bonita”, me dice, mientras corro detrás de él; ha divisado una coliflor que quiere llevarse.
Cruzamos un canal chico donde tienen grava y un microrganismo vivo que se traga las impurezas. “Es un filtro para limpiar el agua muy sencillo y que funciona. Con esta agua riegan los vegetales”, me explica. “Es una pena que se pierda tanto vegetal porque la gente no compra lo suficiente.
Justo lo que pasa en el mundo es que hay mucho desperdicio. Fíjate: aquí hay suficiente perejil para no pedir a otros proveedores”, instruye a su asistente.
Conversamos con Lucio Usobiaga fundador de Yolcan, quien comenta que conoce los gustos de Lalo y sabe que busca el sabor en los ingredientes. Solo cultivándolos de esta manera lo va a conseguir. “El reto que tenemos es subir el consumo de los productos orgánicos. Para eso, necesitamos que la gente nos visite, conozca el proyecto y compre las canastas de verduras semanalmente. Urge abandonar el modelo de los supermercados por varias razones: sabor, salud y apoyo a los campesinos. Se tienen que tejer muchas redes con las universidades, los cocineros, y sobre todo, el apoyo del gobierno con campa ñas culturales para recuperar el orgullo del chinampero. En ocho años de trabajo hemos mostrado cómo se pueden recuperar las chinampas y el suelo, con técnicas ancestrales de cultivo junto con técnicas de agricultura regenerativa”, comenta Lucio.
De vuelta al restaurante
La elegancia de la cocina de Eduardo García, la claridad de los sabores y las técnicas francesas aplicadas a los ingredientes mexicanos, lo ha posicionado como uno de los mejores chefs de México. García es una persona con varias vidas. Fue deportado dos veces de Estados Unidos en 2000 y 2007. “Yo vivía en un mundo irreal. En un país donde no tenía identidad. No era de allá ni de acá. Pero no quería ser un peso para nadie. Yo sabía que podía hacer más. En lo único que pensaba era en el trabajo y en sobrevivir”.
Gabriela Rodríguez, su esposa y copropietaria a cargo de la administración de los restaurantes, opina que Lalo tiene la fortaleza impresionante de transformar todo lo que le pasa en algo positivo. Gaby estudió en el CESSA Administración de Restaurantes. Conoció a Lalo mientras trabajaban con Enrique Olvera y se enamoraron. “Empezamos a soñar en tener nuestro restaurante, donde el enfoque fuera solo en la comida y que no fuera pretencioso. Un día, Lalo me dijo: ‘Necesitamos concentrarnos en nuestro proyecto e irnos a algún lado a pensar qué vamos a hacer’.
Conseguimos un trabajo en un hotelito en la Bahía de Banderas. Nos contrataron como pareja porque nos complementábamos muy bien. Teníamos a nuestro cargo un restaurante de solo 25 comensales. ¡No sabes! Era un paraíso. Todos los días le traían a Lalo pulpo recién sacado del mar, langostas, el pescado fresquísimo, brillante, precioso. Agarrábamos los maracuyás del árbol y hacíamos margaritas. Nos dimos cuenta de que queríamos que nuestro proyecto estuviese basado en lo que teníamos a la mano, lo que estuviese de temporada todos los días. Regresamos a la Ciudad de México y conseguimos el local donde está Máximo. Lalo ayudó a hacer la cisterna, lo pintamos nosotros mismos. Nos tocaba ir con los menús impresos a la avenida Álvaro Obregón y convencer a la gente que viniese al restaurante. Para el primer mercado tuvimos que pedir prestado, no teníamos ni un peso. Una noche hicimos una cena para 15 personas y los sentamos cerca de la ventana. Eso llamó la atención. Desde aquel día nunca volvimos a estar vacíos”.
Las mejores mesas
Es interesante conocer lo que piensa un chef cuando comparte una mesa. Le preguntamos a Lalo si recordaba alguna anécdota al respecto.
“El año pasado, para celebrar mis 40 años, fuimos a las islas de Sardeña y Córcega. La cocina de la casa que rentamos tenía una ventanita, de donde se veía una mesita debajo de un olivo de 300 años. Un día fuimos al mercado, hacía un viento tenaz. Vimos una viejita vendiendo pescado y Gaby le preguntó cuál pescado se comería ella. Nos llevamos el que nos sugirió, unas papitas sucias que le compré a un señor, un aceite de olivo y una botarga de por ahí. Asé el pescado, cocí las papas y, apenas machacadas, les agregué aceite de olivo y limón local. Nos sentamos debajo del olivo. Recuerdo que fue uno de esos momentos donde si se me atorara un hueso del pescado y me muriera, no me importaría. Hay momentos en los que la comida es algo más que un ritual, un alivio, una medicina. Así era la mesa de mi casa, donde comíamos frijoles con tortilla.
Otra mesa fue en La Mancha. De repente, sale una señora de la cocina vestida de negro y blanco, y pude ver en el fogón una olla. Estaba haciendo un gazpaccon caracoles de temporada
y conejo. Agarró un pan, lo hizo trocitos y lo echó en el caldo. Empecé a comer antes de sentarme. No entendía nada de lo que pasaba. Tenía hambre y ese sabor de la tierra nunca se me va a olvidar.
“LO QUE MÁS ME ALEGRA AL LLEGAR A XOCHIMILCO, ES DARME CUENTA DE QUE TODAVÍA ESTAMOS EN LA CIUDAD DE MÉXICO. ES INCREÍBLE QUE PUEDAS SALIR DEL CENTRO DE UNA DE LAS CIUDADES MÁS GRANDES, MÁS CAÓTICAS Y MÁS CONTAMINADAS DEL MUNDO, A UN LUGAR ASÍ DE PRECIOSO. ES UN PRIVILEGIO”.
En un restaurante especializado en tempura, en Kyoto, con tres estrellas Michelin, nos traen un platito de barro espeso y antiguo, y nos dicen: ‘Tengan cuidado con el platito. Tiene 400 años y está calientísimo’. El chef agarra un cucharón de caldo y lo echa al plato y empezó a saltar el arroz. Estaba haciendo un arroz caldoso frente a nosotros. Los sabores del platillo me recordaron la mesa de Sardegna, el taco de frijoles de mi casa y el gazpacho manchego, en un solo bocado.
Es un hecho que a los cocineros nos fascina cocinar de todo. Transformamos el producto mientras mimamos la materia prima. En Máximo Bistrot se sirve comida sofisticada aunque parezca sencilla. Logramos ensamblar los sabores y trabajamos al ritmo de las estaciones. Yo sé que voy a trabajar hasta el día que me muera, pero quisiera hacerlo a otro ritmo, haciendo lo mismo, cerca de la tierra y la cocina. Más ecológico, relajado y sustentable”.