Crónica de una noche en El Corral de la Morería

(Una experiencia donde el flamenco y la alta cocina se cruzan sin pedir permiso)

Tardé en llegar. No por falta de ganas, sino porque ciertos lugares necesitan su momento. Y el mío, finalmente, llegó: esa noche en que crucé las puertas del Corral de la Morería con la calma y el respeto que exige un sitio que ya es parte de la historia. No solo del flamenco, sino también de Madrid, de España, del arte y de la cocina.

Dicen que es el tablao flamenco más famoso del mundo, y no es solo un título para la postal. Lo es porque han pasado por su escenario quienes dieron forma al flamenco como lo conocemos hoy: Pastora Imperio, Antonio Gades, Camarón, Paco de Lucía, Blanca del Rey. Setenta años de vida que no pesan, pero se sienten. Se notan en los detalles, en el silencio justo antes de que suene la guitarra, en la manera en que se sirve un vino o se acomoda una mesa.

La cena empezó con un chardonnay de Navarra, fresco, sin pretensiones, como debe ser cuando la cocina hablará más alto. El primer plato fue una sorpresa precisa: quisquilla con agua de tomate y crema de piparras. Tres elementos, cada uno con identidad clara, pero en armonía. El agua de tomate limpia, como un fondo afinado; la piparra marcando un ritmo sutil; y la quisquilla, cruda y exacta, como un cante sin acompañamiento.

La sala gastronómica —solo cuatro mesas— no pretende ser espectáculo. No hay más luz de la necesaria. El servicio es impecable, sin exageraciones. Están ahí, te cuidan, pero no interrumpen. Cada paso es contenido. Todo parece medido sin parecer frío. La elegancia de lo que no se impone.

El pescado impecable. Tal como debe ser , con la piel crocante y la cocción cierta. Elegante y delicioso.

Como plato principal elegí el cordero que estaba perfectamente en su punto. Mi compañera comió el pichón . Ambos platos sobrios y muy bien logrados.

Luego llegó el postre: una torrija que evitó el exceso, templada, firme, sin el almíbar invasivo de tantas otras. La acompañaba un helado de plátano que le daba contraste sin robarle protagonismo. El equilibrio justo entre lo dulce y lo contenido, entre lo popular y lo técnico. Para repetir.

En paralelo, el tablao ardía con una energía distinta. Porque si la cocina habla en voz baja, el flamenco en la Morería grita desde dentro. No se trata de un show. Lo que sucede en ese escenario no es para entretener, es para conmover. El taconeo, los giros, el cante, la tensión. Todo es real. Todo tiene una urgencia que no se puede fingir. No hay artificio. Y si lo hay, está tan bien hecho que no se nota.

Quisquillas, agua de tomate y crema de piparras

El Corral de la Morería no es un restaurante con espectáculo. Ni un tablao con cocina. Es un lugar donde dos mundos —que suelen caminar en paralelo— se encuentran y se elevan. Donde un plato te prepara para el quejío. Donde un vino te ayuda a entender un gesto en escena. Donde la técnica convive con la emoción, y la tradición no es una carga, sino el punto de partida.

Y ahí está su mérito: en no querer demostrar todo el tiempo que es “el mejor tablao del mundo” o “el primer restaurante con estrella Michelin en tener actuaciones en vivo”. Lo es. Pero no te lo grita en la cara. Lo entiendes en el ritmo de la cena, en la profundidad del jerez, en la sombra de los artistas que ya no están, pero siguen allí.

Salí con la sensación de haber vivido algo completo. De esos lugares que te reconcilian con la idea de que el arte —cuando es verdadero— no necesita adornos. Solo un espacio donde respirarlo, comerlo, y dejarse atravesar.

Volveré. No porque haya algo nuevo por descubrir. Sino porque hay sitios que, aunque ya los conozcas, siempre te dicen algo distinto si sabes mirar.

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